Dunkerque

¿Para dónde va la micro? Al intento de dar forma al editorial de este mes, la inclinación por escribir sobre un optimismo que no se sostiene es fuerte. Esta reflexión pudiera titularse mejor “Titanic”.

Con quien uno converse, captura un vaticinio algo amargo sobre un futuro que todavía no comienza. Hay que tener fe. Y rememoramos a propósito del Titanic, a esos músicos de la película, tocando en cubierta para la cordura del alma.

Este 2020 concluye con cerca de un 80% de electores que votaron en el plebiscito por un cambio. Quieren algo que no existe pero que imaginan mejor de lo que hemos llegado a ser. Han apostado por una hoja en blanco y ahora se buscan escritores para que la llenen.

Mientras, las instituciones siguen desplomándose, sobre todo aquellas que conforman la democracia y sus tres poderes.

Marcela Cubillos nos habla acertadamente de un Chile anestesiado.

Y es difícil mejorar la democracia esperando que el enfermo se cure a sí mismo. Complejo también, imaginar el Chile que queremos si el futuro se fue de vacaciones y la historia dejó de ser narrada con objetividad y en beneficio de los más jóvenes.

Pero intentemos no pensar en el Titanic, en ese navío que se rasgó como mantequilla cuando en el silencio del océano, lo atravesó un distraído iceberg.

En Dunkerque quizás podamos descubrir una posibilidad de reacción no agotada. Ahí, entre el 26 de mayo y el 4 de junio de 1940, se produjo un verdadero milagro que para muchos, cambió el resultado de la segunda guerra mundial.

Hubo un Churchill, hombre notable y líder por antonomasia, que apenas unas semanas antes había asumido en su país como Primer Ministro, justamente para enfrentar la guerra. Sus aliados franceses y belgas y sus soldados británicos apostados en terreno francés, estaban acorralados. La salida por mar era impensada y la abdicación aparecía en las mayorías como una idea sensata.

El resto ha quedado grabado en la historia. Churchill convocó un plan que hoy podríamos llamar de “evacuación celular disipada” y movilizó voluntades. Congregó un total de 861 embarcaciones, las que fueron capaces de rescatar a 338.226 hombres en un lapso de nueve días.

Fue una locura. Fue una epopeya. Fue de sangre y de sacrificio, quedaron ahí repartidos por el campo miles de cadáveres de carne y también numerosísimos materiales bélicos que portentosos, dejaron al desnudo el “Espíritu de Dunkerque”.

Winston Churchill pudo levantar su mano con la “V” de la victoria y Gran Bretaña escribió en su Diario de Vida, páginas de oro.

Quizás esas embarcaciones nos permitan intuir el poder de nuestras sociedades intermedias y resulte factible que volvamos las miradas a nuestras empresas heridas hoy en su prestigio, por el impacto de lo intolerable y el desconocimiento de sus numerosos méritos. Restauremos su virtuosidad, no para que los empresarios se metan en la política, sino para que hagan de la empresa la fragua del bien común que los políticos miren como referente.

La mayoría de las demandas sociales tienen que ver con la calidad de vida. Y ocurre que es en la empresa donde generamos los bienes y servicios que la sociedad demanda y donde a su vez nos ganamos la vida para poder acceder a dichos bienes.

Está claro que existen muchas fuerzas remando en contra, pero si las personas se sintieran en su mayoría realmente parte de la empresa en la que trabajan, contarían con el orgullo firme de pertenecer a ella y se identificarían de verdad al centro, en el protagonismo del emprendimiento.

Algo fracturó el alineamiento esencial que debe existir entre capital financiero y capital humano, al punto que se debilitó nuestra capacidad de construir sostenibilidad.

Lo bueno es que el empresariado no necesita leyes para reconocer sus brechas. Redirijamos rápido las aguas hacia propósitos que devuelvan el entusiasmo y que le regalen virtud al tejido social.

Nos hace falta por cierto que emerja un Churchill. Pero laten miles de líderes preparados, que podrían comenzar hoy a producir el cambio hacia una nueva realidad, aunque es claro que eso no será factible con más de lo mismo. Las empresas son como esas embarcaciones ágiles, lúcidas y concretas, que forman un solo cuerpo con su tripulación.

A propósito, “Labor Omnia Vincit” rezaba el lema del Instituto Nacional. “El trabajo todo lo vence”.

Ese Chile sensato existe, tiene raíces firmes y virtud para convencer. Practica la sencillez, el valor de la palabra empeñada, la competencia con uno mismo y la colaboración con los demás. Profesa el respeto a sus mayores y construye el futuro para los que vendrán.

 

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