Lanuarius

Enero en latín, toma su nombre del dios Jano, a quien estaba dedicado el primer mes del año romano. Siete siglos antes de Cristo, Jano era el dios guardián de las puertas y de los pasadizos, el portero del cielo y por tanto el dios de los inicios y los principios. Presidía en potestad los amaneceres.

La mitología romana lo muestra con dos rostros opuestos, uno mirando hacia adelante y el otro hacia sus espaldas. Custodio vidente facultado para vigilar que cruzaran la puerta sólo los habilitados para tal destino y que ésta se cerrara al tiempo preciso, porque una puerta se justifica en dar paso o en cerrarlo pero no en permanencias detenidas en ella.

Quizás ahí se explique el por qué enero pareciera comportarse como un perfecto abrir y cerrar de ojos, que se pasa cada año volando, indetenido, pero a la vez disociado entre el umbral de una historia que termina y una realidad que nace nuevamente en la plenitud de los tiempos.

En enero se cierran los ciclos y se informan los balances y se termina el libro en la página que estaba porque una nueva realidad comienza.

Es la razón por la que publicamos el editorial de este mes ahora, en su último día hábil, en reconocimiento a su levedad pasmosa entre un destino y un camino recorrido.

El dios Jano presidía en potestad, con sus dos rostros, los amaneceres. Nuevos comienzos, únicos, aunque eternos en el misterio de ese intruso que aspira a caber en la comprensión del infinito y que no sabe que se llama tiempo.

Los planes, los nuevos caminos, los emprendimientos y los sueños exigen en el mundo de la empresa de un esforzado discernimiento. Se trata de observar, reflexionar, decidir y actuar. Pero en la vorágine, parados en la puerta, intentando ser clarividentes de dos rostros y con “la micro andando”, se nos abalanza el decidir y actuar y la tarea más contemplativa nos sorprende preguntándonos cómo fue que se nos pasó enero.

El dios de los amaneceres, con dos rostros y custodio de las puertas y los comienzos, no de los fines, precedió en leyenda a Aquel que le dijo siete siglos después a sus discípulos que no se preocuparan por el mañana, puesto que a cada día le basta su propio afán.

Observar, reflexionar, son dos privilegios que requieren ser custodiados a fuego en nuestro agendamiento. Porque ya en la puerta es tarde. Y sin ese ejercicio no existirían los amaneceres y ni siquiera dos rostros serían suficientes para vestir de sentido la Creación.

Un nuevo Chile amanece cada año. Y en éste, la Providencia nos ha escogido para estar ahí y para hacerlo tan novedoso y lleno de propósito, como nuestra contemplación primero y luego nuestras  facultades operativas lo permitan. Observar, reflexionar, no es perder el tiempo. Tampoco es abstracción y falta de sentido práctico. No es “poiesis” en su incomprensión errada y muerta, sino en aquella que Platón definió tan acertadamente en El Banquete como “la causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no-ser a ser”.

No existe empresario verdadero que no haya sido en esencia un soñador. No existe líder que logre mover montañas, que no sea al fin de cuentas un incansable hacedor de sueños, capaz de mover voluntades para convertirlos en realidad.

Comienza el año, enero ha sido esa puerta que así lo declara y nuestro presente nos espera para que lo plasmemos en una buena realidad. Se puede. Observando y reflexionando con verdadera destreza convertida en hábito, breve pero vital, al decir del Quijote que le pide a Sancho que lo vista despacio porque tiene prisa, el decidir y el actuar serán lúcidos como los amaneceres que se bastan para dar a luz el día.

 

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