No soy un robot

El 2018 ha comenzado, ya con cambio de gobierno y terminado su primer trimestre. Es un futuro que no quisiera dejar de sorprendernos.

El próximo congreso de marketing de ICARE se anuncia bajo el título de “Tiempos extraños”. Un vendaval inenarrable de nuevos paradigmas, la inteligencia artificial que dejará según los futurólogos más del 50% de los actuales trabajos obsoletos, la robótica, la biotecnología, el control sobre la muerte o la puerta a la inmortalidad (como usted lo prefiera) lograda por la ciencia.

Obviamente, esta sinopsis a lo Stanley Kubrick, nada tiene que ver con la pequeña dimensión planetaria en la que nos movemos, aun incapaces de controlar el calentamiento global o erradicar el hambre de la faz de la tierra. Haití no sabe nada de casas impresas en 3D, ni tampoco lo entienden los cuatrocientos millones de seres humanos que aún no tienen acceso directo a alguna red de agua potable.

Pareciéramos omnubilados, capturados por la pequeña pantalla de nuestros celulares, incapaces de comenzar el día sin “conectarnos” con la realidad virtual, para ver de visitar de vez en cuando, en la medida de lo posible, nuestra realidad real. Tanto estamos de absortos, que por el costado se nos pasan los cambios demográficos, que han arrasado con los perfiles, costumbres y comportamientos comunitarios que hasta hace muy poco, formaron la base de nuestro tejido social.

Menos hijos, menos matrimonios, más diversidad, más inclusión, menos identidad, menos tradición, más presente, menos futuro, más derechos, más expectativas, más inmediatez, menos paciencia, menos normas, menos historia, más volatilidad en todo aspecto. Más años de segundos más cortos, como si la vida nos persiguiera amenazándonos con una especie de obsolescencia pisándonos los talones.

Matrix pareciera rendirse a una realidad más abrumadora, diseñada por el nuevo hombre máquina, habitando en un cuerpo sin tiempo. Y en ese mundo disruptivo, pareciera que Diógenes se paseara nuevamente con una lámpara, buscando a un hombre. Se nos van borrando de la memoria los vecinos, los amigos y hasta las conversaciones de sobremesa, esas tertulias cara a cara, mientras whatsapp nos captura y nuestros hijos nos dejan en “vistos”. Ya no recordamos lo que tenemos almacenado en la nube. Ya no sabemos retener las miles de fotos sin álbum, selfies las más, que se quedaron sin la posibilidad de perpetuarse en las cavernas del hombre del segundo milenio.

No soy un robot. Esa afirmación cada vez más habitual, nos da una frágil esperanza de protagonismo, mientras el día pasa. En tanto, la inteligencia artificial promete que pronto, no será necesario hacer listas escolares, pensar en la mejor ruta, manejar o pasar por caja. Todo va a estar resuelto. Los robots sabrán ser mejores Dentistas, mejores Cirujanos, mejores Guardias, mejores Soldados.

Una esperanza urge en nuestra mente, porque a la vez, es factible que resulte inspiradora. No soy un robot. Ahí está la pista de Diógenes. Puede ser que estemos próximos a comprender como nunca antes, que la inteligencia artificial no podrá ser nunca por recurso de esa condición, un Nicanor Parra. Que la belleza de pensar, que mirarte a los ojos, que llamarte por tu nombre, será siempre una experiencia indelegable y propia de la persona humana, de ese ser que al pensar de Teilhard de Chardin, en algún instante, Dios lo tocó con su dedo y le dio conciencia y capacidad de amar

No soy un robot. Ofrezco entre otros, dotes de juicio, creatividad, perseverancia, valores, sentimientos, empatía, prudencia, justicia, fortaleza, templanza, optimismo, resiliencia, amor y pura humanidad. Ofrezco todo eso con abismos pero también con esperanzas, siempre al final con esperanzas.

No soy un robot. En las empresas, sólo el hombre será hoy y siempre, la luz de los propósitos y la llave de la productividad. Sólo él, ese alquimista capaz de traer el futuro al presente y moldearlo con sueños a la medida de su estatura, anhelos altos, nobles y trascendentes de verdad.

 

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