Voluntad Magna
Como todos los días, hoy temprano en la mañana Ester se levantó y dentro de sus múltiples tareas fue a vestir a su hija menor. Hacía frío y la niña tenía el sweater puesto en su cuello pero las mangas bailaban. – Levante los brazos mijita -, le ha dicho Ester a su hija de tres años, pero esta le ha respondido -no mamá, yo solita-.
Ester se sonríe, la deja sola y va a su tarea más difícil y cotidiana desde hace veinte años. Su hijo Esteban, el mayor. El joven tiene parálisis cerebral, ella le conoce los gestos y dice que se ríe cuando la ve. Logra vestirlo y alimentarlo en dos horas. Esteban sólo aporta su presencia, no sabe que encarna una lección diaria de caridad. De su mamá, dicen que ella tiene el cielo ganado.
Cada día nos despertamos las personas concretas de todas las familias, de todas las casas, de todos los barrios, de todas las empresas y emprendimientos. Y retomamos ahí nuestras historias en las que somos protagonistas a la vez que prójimo.
Temprano vamos a nuestro trabajo a gastarnos, tanto así que cuando éste no nos satisface, declaramos que no nos llena. Si, todos los días salimos a ganarnos la vida con nuestra capacidad de DAR, intentando la mejor versión de nosotros mismos y la posibilidad de favorecer las circunstancias de los otros. Todo sin decretos, tan solo comprometidos con nuestra conciencia y confiados en la disposición de los demás.
La frontera invisible que nos distingue entre individuo y continente, es la misma que nos propone amar al prójimo como a nosotros mismos. Esa frontera se llama subsidiaridad. Ni más ni menos. “Yo solita” no refleja renuncia ni injusticia respecto del bien común, lo mismo que la sonrisa extraviada de un rostro minusválido, no resulta monopolio ni despilfarro de éste.
Otra cosa es que a veces uno se tope con realidades más que injustas, prohibidas. Esas suelen ofuscarnos porque no respetan las reglas de la justa convivencia. Nos afectamos constatando las mezquindades o los excesos de poder que esclavizan las libertades personales y que incluso son capaces de quitarle a Ester su esperanza y a Esteban la dignidad de quien al menos, vive.
Las carencias que dañan, son también esas que surgen de quienes de vez en cuando se arrogan la titularidad sobre el futuro de los otros e irrumpen en sus vidas degradándolas. Mira que pertenecer sólo va bien si te ensancha, pero jamás si ha de cobrarte un menoscabo en el espacio íntimo de tu libertad.
Muy distinto es lo que ocurre con las pobrezas verdaderas. Esas son producto de circunstancias que amparadas en la vida confiada al bien, suelen poder resolverse si cuentan con nuestro compromiso y voluntad.
Chile necesita volver a unirse. Pero requiere que esa voluntad surja de nuestra moral comprometida y no de una carta escrita para ese conglomerado que se llama patria. Esa carta que sea simple y concreta, que los corazones y las voluntades de sus beneficiarios, sólo se comprometen en cada conciencia y en la intimidad del alma.
Para volver a unirnos, que la subsidiaridad sea nuestra frontera determinante, para no sobreabundarnos en deberes ni en derechos. Que su límite colinde entre nuestros máximos personales y los mínimos comunes justos y escasos, de los “Esteban” que cuentan con nosotros. Que entendamos esa medida como un hándicap de exigencia viable. Hay frases que pueden ilustrar aún más la potencia de ese pacto entre persona y comunidad. Sólo a modo de ejemplo: “Me enseñaron tanto que no me dejaron aprender”. “Uno puede hacer todo, menos lo que le corresponde al otro”.
Que jamás un Estado de Derechos transgreda la frontera de esta sana regla, no sea que desvalorice los justos méritos y se enrede en financiar a holgazanes y ladrones que dejarán sin sustento a los verdaderos desvalidos.
Si luego nos va mejor, bueno, corramos entonces progresivamente los límites de nuestros amores, de prójimo y personales, cubriendo mínimos más generosos y elevando las exigencias con nosotros mismos.
Existe una Carta Magna en cada uno de nosotros. Como decía Gandhi, seamos el país que queremos ver. No busquemos en los demás nuestras voluntades adormecidas ni expropiemos la parte de bien común que en rigor no nos pertenece.
Es factible que así, nuestras leyes se simplifiquen. Y que no necesitemos decretar los paraísos, esos que dispuestos por nuestro Creador, se encuentran desde siempre a la espera de contar con nuestras esperanzas, voluntades y manos, para ser reales.
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